Un Dios único revelado en la trinidad.



Queridos amig@s! muchas personas me preguntan sobre la trinidad, sabemos que a muchos hermanos judíos que han aceptado a Cristo les cuesta entender este dogma, por este motivo hoy en nuestro estudio bíblico les comparto estos datos:

Dios único se revela a nosotros en las tres Personas del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Hay dos facetas a considerar en base a los textos:

(a) la deidad esencial del Hijo y del Espíritu Santo, siendo innecesario tratar la del Padre;

(b) el hecho de que las tres Personas son un único y mismo Dios.

(a) Deidad de Cristo.

(b) Deidad del Espíritu Santo.

(c) La unidad de esencia de las tres Personas divinas.

 Ya al revelar constantemente al Dios único, el AT hace presentir la pluralidad en el seno de la Deidad. En Gn. 1:1 se dice, lit.: «En el principio creó los Dioses» («Elohim», forma plural, con el verbo en singular), y Gn. 1:2 ya menciona al Espíritu de Dios presente en el acto creacional. En Gn. 1:26 dice: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza». Después de la caída, Dios dice: «He aquí el hombre es como uno de nosotros ...» (Gn. 3:22). El NT presenta constantemente a las Tres Personas unidas en la obra de la salvación de la misma manera en que se han manifestado unidas en la de la creación. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se manifestaron en el bautismo de Jesús (Mt. 3:16-17). Cristo ordenó que los discípulos sean bautizados en el nombre (singular) del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (Mt. 28:19). El nuevo nacimiento es posible por la regeneración obrada por el Espíritu Santo, el amor del Padre, y el don del Hijo, que murió en la cruz por nuestros pecados (Jn. 3:5-6, 14-16). El Padre, el Hijo y el Espíritu vienen a hacer Su morada en el corazón del creyente (Jn. 14:17, 23; cfr. 1 Co. 3:16-17; 6:19; Col. 1:27); comunican juntos la plenitud de la vida divina (Ef. 3:14, 16-19). La bendición apostólica se da en el triple nombre de la Deidad (2 Co. 13:13). La resurrección de Cristo es atribuida al Padre, al mismo Jesús, y al Espíritu (Hch. 2:24; Jn. 2:19; 10:17-18; Ro. 8:11); así será con la resurrección de los creyentes (Jn. 5:21; 6:40; Ro. 8:11; cfr. otros pasajes trinitarios: Hch. 2:33; 1 Co. 12:4-6; Ef. 4:4-6; 1 P. 1:2; Ap. 1:6, etc.).

Las Tres Personas de la sola Deidad están unidas de tal manera que manifiestan la plenitud del solo Dios viviente: Cada persona cumple las mismas obras y recibe la misma adoración; participan del único Ser indiviso de la Deidad, manteniendo al mismo tiempo una relación tripersonal de amor y comunicación en el seno de la Deidad, con una perfección y armonía infinitas, con una total unidad, un amor infinito, una sumisión perfecta al Padre, de quien proceden eternamente el Hijo y el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo (Jn. 15:26; Ro. 8:9; Gá. 4:6). El estricto monoteísmo del AT no queda afectado en absoluto. Simplemente, al revelarse plenamente en la persona de Cristo, Dios nos ha dado a conocer más realidades acerca de la inefable naturaleza del Dios único y verdadero. En el AT, tenemos ante todo la revelación del Creador y Señor soberano, «Dios por nosotros»; en los Evangelios, el Señor se encarnó, llegando a ser «Dios con nosotros», Emanuel. Una vez obrada la redención, en Pentecostés vino a ser «Dios en nosotros» por el Espíritu Santo.

El dogma de la Trinidad ha suscitado numerosas controversias y ensayos de explicación. Sin embargo, el creyente debe aceptar que un ser finito no puede abarcar al Infinito. ¿Quién puede sondear tal hondura? Acerca de nuestro mismo ser, Pablo menciona el espíritu, el alma y el cuerpo (1 Ts. 5:23), y no nos es posible determinar cómo están unidos y cómo tres esencias llegan a formar una sola persona. El hecho revelado de Tres Personas en el único ser de la Deidad, manteniendo, en el contexto de este único ser, una relación interpersonal de amor y comunión mutuas, no puede ser rechazado como contrario a la razón. No hay ninguna contradicción. No se afirma que Dios sea «una persona en tres personas», sino «Tres Personas en un solo Ser». Esto no es contradictorio. Supera la razón humana, pero no milita contra ella. La negación de esta verdad no proviene de una imposibilidad lógica; nuestra incapacidad de comprenderlo se debe a nuestra limitación. Es una doctrina que debe ser aceptada aunque no pueda ser comprendida. Como tampoco puede ser comprendida la existencia eterna de Dios, la maravilla de Su creación; como el hombre no puede comprender su propia naturaleza. La misma realidad, ignorada por nuestra familiaridad con ella, es incomprensible. ¡Cuánto más las riquezas del Ser de Dios, que Él se ha placido en comunicarnos en cierta medida! La respuesta ante este misterio revelado en la Biblia es la adoración al Dios único y verdadero, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo.

La divinidad de Cristo: 

Está implícitamente presentada y claramente anunciada en el AT. Las teofanías del Ángel de Jehová debieron hacer comprender a los patriarcas que Dios ejercería un día un ministerio de salvación, al asumir forma humana (Gn. 16:7-13; 18:1-2, 10, 13, 17; 32:24-30; cfr. Os. 12:4-5; Zac. 3:1-5). Está escrito de una manera expresa que el Mesías será el Hijo de Dios (Sal. 2; 110:1; cfr. Mt. 22:44), y el mismo Dios (Sal. 45:6-7). Se anuncia su nacimiento milagroso de manera que Él podrá ser Emanuel, Dios con nosotros (Is. 7:14; Mt. 1:22-23). Recibe nombres divinos (Is. 9:5). Su ministerio y Sus sufrimientos son presentados de una manera expresa como los del Señor: es Jehová quien es vendido por treinta monedas de plata (Zac. 11:4, 13); el Salvador de Jerusalén se presentará a la vez como Dios, el Ángel de Jehová y el representante de la casa de David (Zac. 12:8); es el mismo Jehová quien dice: «Y mirarán a mí, a quien traspasaron» (Zac. 12:10). El pastor herido por las ovejas recibe el nombre de «compañero de Jehová» (Zac. 13:7). Se afirma de una manera expresa la eternidad del Mesías (Mi. 5:1).

 

El mismo Cristo destaca Su divinidad. Se aplica a Sí mismo el «Yo soy» de Jehová (Jn. 8:24, 58). Los judíos comprendieron sin sombra de duda Su afirmación de divinidad, y quisieron apedrearlo (Jn. 8:59; cfr. 5:18; 10:30-33). Jesús afirma que Él es el Señor del AT (Mt. 22:42-45) y que es, en esencia, uno con el Padre (Jn. 10:38; 14:9-11; 17:3, 11, 22). Posee los atributos divinos:

·                    omnipresencia (Mt. 18:20; Jn. 3:13),

·                    omnisciencia (Jn. 2:24-25; 11:11-14; Mr. 11:6-8),

·                    omnipotencia (Mt. 28:18; Lc. 7:14; Jn. 5:21-23),

·                    eternidad (Jn. 8:58; 17:5);

·                    santidad (Jn. 8:46),

·                    gracia salvadora (Mr. 2:5-7; Lc. 7:48-49).

·                    Jesús acepta y aprueba la adoración de los hombres (Mt. 2:11; 14:33; 28:9; Lc. 24:52; Jn. 5:23; 20:28). 

Los escritores del NT atribuyen a Cristo los títulos y atributos divinos (Jn. 1:1, 3, 10; Ro. 9:5; Col. 1:16-17; He. 1:2, 8-12; 13:8; 1 Jn. 5:20). Enseñan que se le debe rendir adoración al igual que al Padre (Hch. 7:59-60; 1 Co. 1:2; Fil. 2:6, 10-11; Col. 2:9-10; He. 1:6; Ap. 1:5-6; 5:12-13). Su resurrección de entre los muertos fue la prueba deslumbradora de Su divinidad (Ro. 1:4).

 

La divinidad del Espíritu Santo: 

Es asimismo afirmada de una manera clara. El Espíritu Santo recibe el nombre de Espíritu de Jehová, de Dios, del Señor, con toda la intimidad y unidad que ello comporta (cfr. 1 Co. 2:10-11). El Señor es el Espíritu (2 Co. 3:17). Dios es espíritu (Jn. 4:24). El Espíritu habla y actúa como siendo el mismo Dios (Hch. 13:2). Mentirle a Él es mentirle a Dios (Hch. 5:3-4). Le son atribuidas obras divinas (Jb. 33:4; Sal. 104:29-30; Jn. 3:8; 6:63; Ro. 1:4; 8:11; 2 Co. 3:18, etc.). El Espíritu Santo procede del Padre y es enviado a la vez por el Padre y el Hijo (Jn. 15:26; 14:16, 26; 16:7; Hch. 2:33). 

La expresión Espíritu Santo es propia del Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento solo aparece en tres ocasiones: Is 63.10, 11; Sal 51.11. La traducción griega del Antiguo Testamento, conocida como la Septuaginta, la usó para traducir las referencias al 'Espíritu de Jehová', evitando así el uso del nombre de Dios (del mismo modo en que el Evangelio de Mateo usó la expresión 'reino de los cielos' en lugar de 'reino de Dios'). Dado que los autores del Nuevo Testamento usaron la Septuaginta para citar el Antiguo Testamento, la expresión Espíritu Santo se transformó en la denominación neotestamentaria estándar para referirse al Espíritu de Dios. Es poco frecuente que el Antiguo Testamento hable del Espíritu de Dios en forma personificada; más bien se refiere a algo que Dios otorga a los hombres, o el poder y la fuerza con que Dios actúa. En cambio, en el Nuevo Testamento se observa un claro proceso de personificación, como por ejemplo en Jn 16.7ss.

El Espíritu Como Vida Y Nueva Vida

Las palabras hebrea (ruakh) y griega (pneuma) que se emplean para hablar del espíritu significan literalmente 'viento' o 'aire en movimiento'. Sin embargo, en la opinión de los especialistas su sentido original es aliento, o sea, el aire puesto en movimiento por la respiración. Una adecuada traducción sería entonces 'hálito de vida'. En Génesis 2.7, el ser hecho de barro se transforma en un ser viviente cuando el creador insufla sobre su nariz el 'aliento de vida'. Es cierto que en este caso la palabra usada no es ruakh, sino neshamah, pero debemos entender ambos términos como equivalentes. Entre las muchas referencias bíblicas que confirman esta significación, el Salmo 104.29b dice: 'Les quitas el hálito [esta vez ruakh], dejan de ser, y vuelven al polvo' (cf. Job 27.3; 33.4; 34.14ss). Pero tal vez sea la visión del valle de los huesos secos, narrada por el profeta Ezequiel (37.1-14), la que más gráficamente ilustra esta significación primordial del Espíritu: es una fuerza vital, es la energía de la vida. El espíritu que anima a todos los seres vivientes procede del Espíritu (aliento) de Dios.

Por consiguiente, la acción primordial del Espíritu Santo tiene que ver con la animación y el sostenimiento de la vida, no solo humana, sino de toda la creación. Pero en la medida que las citas bíblicas refieren el Espíritu de Dios mayormente como otorgado a los hombres, la humanidad aparece como el lugar privilegiado de la acción vivificante del Espíritu. El Evangelio de Juan, al describir el don del Espíritu que tras la resurrección marca el inicio de la nueva era, es decir, el nacimiento de la nueva humanidad (20.22ss), recurre a un evidente paralelismo con Gn 2.7. Así como al comienzo el soplo (aliento, Espíritu) del Creador transformó el ser de barro en un ser viviente, ahora el Jesús resucitado sopla sobre sus discípulos el Espíritu Santo, transformándolos en nuevas criaturas, nacidas del Espíritu (cf. Jn 3). El paralelismo entre Gn 2.7 y Jn 20.22ss cierra este primer eje de significación: el Espíritu Santo es la fuerza de la vida verdadera, la vida en plenitud. 

Espíritu Santo Y Nuevo Pacto 

De lo anterior se desprende un segundo eje de significación: el Espíritu Santo es el que inaugura el nuevo pacto. En el Antiguo Testamento, la especial relación que Dios establece con el pueblo que sacó 'de casa de servidumbre' (Éx 20.1), se expresa mediante un pacto o alianza (Éx 19.5). El guardar (cumplir, obedecer) las cláusulas o mandamientos que se derivan del PACTO (cláusulas que para los profetas se resumen en las demandas de justicia, verdad, solidaridad, paz y reconocimiento de Dios: Os 2.18ss; 4.1-3; Is 16.5; Miq 6.8; Zac 7.9, etc) es la forma en que el pueblo responde a la gracia de Dios, y es como se asegura la vigencia misma del pacto. Sin embargo, como lo revela la difícil tarea de los profetas, el pueblo de Israel nunca fue capaz de mantener su fidelidad. Al parecer, la existencia de leyes puramente exteriores no bastaba para asegurar la vigencia del pacto. Ante la precariedad del antiguo pacto, profetas como Ezequiel y Jeremías anunciaron que Dios establecería un 'nuevo pacto', cuya ley estaría 'escrita en el corazón' (Jer 31.33) del pueblo.

Ezequiel, quien propiamente puede llamarse 'profeta del Espíritu' (3.24), anuncia el papel que al Espíritu de Dios correspondería en el nuevo pacto (36.26-28). Con el nuevo pacto nacería también una nueva humanidad, un hombre con un corazón nuevo (de carne y no de piedra), que tendría la Ley escrita en su corazón y actuaría conforme a su conciencia, un hombre responsable (Ez 18; 33.10-20). Esta nueva humanidad es obra del Espíritu (cf. Jl 2.28).

Para Lucas (Lucas-Hechos), el derramamiento del Espíritu ocurrido con ocasión del día de Pentecostés (Hch 2) marca el comienzo de la era del Espíritu anunciada por los profetas. La Fiesta de las Semanas o PENTECOSTÉS (Lv 23.16) se fue convirtiendo en tradición judía en la fiesta conmemorativa de la legislación de Sinaí, el antiguo pacto. Al cumplirse la promesa del derramamiento del Espíritu (Hch 1.5) con ocasión de esa fiesta, se inaugura el nuevo pacto. Este derramamiento del Espíritu fue posible solo después de la glorificación de Jesús (Hch 2.33). Jesús, transformado por su muerte y resurrección en Señor del Espíritu, lo dona a su pueblo para transformarlo en el pueblo del nuevo pacto. Antes, el propio Jesús debió iniciarse en la era del Espíritu, el cual interviene en su concepción (Lc 1.35, 41s), en su bautismo (Lc 3.22) y en el desarrollo de su conciencia mesiánica (Lc 4.1ss). 

Espíritu Santo Y Nueva Comunidad

El inicio de la era del Espíritu marca también el nacimiento de la IGLESIA. El libro de los Hechos de los Apóstoles es en realidad el testimonio del nacimiento de la comunidad que llamamos Iglesia, a partir del don del Espíritu (Hch 2.42-47; 4.32-35; 5.12-16). No se trata fundamentalmente de la fundación de una institución, sino del nacimiento de una comunidad que, animada y dotada por el Espíritu Santo (cf. 1 Co 12, dones del Espíritu), comienza a vivir y proclamar el nuevo tiempo. Que el inicio de la era del Espíritu sea también el inicio de la era de la Iglesia no significa, sin embargo, que la Iglesia sea propietaria del Espíritu. No es que la Iglesia tenga o posea el Espíritu. Es el Espíritu el que tiene a la Iglesia como un instrumento para la renovación de la humanidad y de toda la creación. 

Espíritu Santo Y Misión:

Que el Espíritu Santo sea la fuerza que convoca y anima a la Iglesia nos lleva a un cuarto eje de significación: el de la vocación o el llamado a la misión. En efecto, en el Antiguo Testamento la donación del Espíritu de Dios aparece con frecuencia asociada a vocaciones (llamados), sean estas noticias políticas, sacerdotales o proféticas. Así ocurre, por ejemplo, cuando ungen a David como rey (1 S 16.13); con la vocación sacerdotal y profética de Ezequiel (2.1ss; 3.24); con el siervo sufriente (Is 42.1-2; cf. Mt 12.18-21); con el anuncio del Mesías (Is 61.1-3; cf. Lc 4.16-18). En todos los casos, es el Espíritu el que proveerá la fuerza y la autoridad para cumplir con la misión. En este sentido, ocurre algo similar con la promesa que recibe Moisés en Horeb, aun cuando en esa ocasión no se mencione el Espíritu: 'Yo estaré contigo' (Éx 3.12).

El Espíritu es la presencia activa de Dios en la vida y acción del enviado. En el Nuevo Testamento el envío misionero de los discípulos tras la resurrección de Jesús se formula de acuerdo al modelo de las vocaciones del Antiguo Testamento (Jn 20.19-23; Mc 16.14-18; Mt 28.16-20; Lc 24.36-49; Hch 1.6-9). De acuerdo a este modelo, el Espíritu Santo es el poder para la misión: 'Pero recibiréis poder... y me seréis testigos... hasta lo último de la tierra' (Hch 1-8). 

Resumen:

Aunque en la Biblia no encontramos una personificación del Espíritu Santo con la misma claridad que en los casos de Dios Padre y de su hijo Jesús, el Cristo, sí encontramos con toda claridad desde el Antiguo Testamento hasta el Nuevo Testamento lo que podemos llamar la misión del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento, la acción del Espíritu aparece ligada fundamentalmente a la animación y sostenimiento de la vida (humana y de toda la creación), y como la fuerza que anima a los enviados de Dios. En el Nuevo Testamento comienza un proceso de personificación del Espíritu Santo, sobre todo a partir de las promesas de Jesús (Jn 14.15ss; Hch 1.6ss) y de la fórmula bautismal de Mt 28.19. Entroncando con los anuncios de Ezequiel y Joel, la promesa de Jesús anuncia la inauguración de la era del Espíritu, cuya misión fundamental será el don de una nueva vida para todos (Jn 3.1-15), la edificación de la comunidad del nuevo pacto (la Iglesia), y el lanzamiento de la Gran Comisión 'hasta lo último de la tierra'.

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