Reflexión diaria.

 


Queridos amig@s! Si entendemos bien la misión de Cristo, es fácil comprender que parte de su misión la realiza como siervo: «Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (v. 45). De eso se trata su reino, de servicio, de dar y de compartir, de considerar las necesidades de otros por lo menos igual a, si no mayores que, las nuestras.
Es un pensamiento agradable, ¿verdad?, pero es un proceso difícil. ¿Por qué? Debido a que estamos acostumbrados a pensar en nuestros asuntos primero o en nuestros talentos y dones en función de lo que ellos pueden lograr para nosotros. Queremos salir adelante. Nos impulsa la ambición de lograr algo y el pecado puede distorsionar ese ímpetu para hacerlo egoísta. Al igual que los arquitectos de la Torre de Babel, queremos construir «una gran ciudad para nosotros. […] Eso nos hará famosos» (Génesis 11:4). Nuestra «ciudad» tan deseada es frecuentemente una buena posición o la alabanza de los que nos conocen. Ese ímpetu NO nos lleva al servicio de manera natural.

Sin embargo, Jesús nunca nos pidió que hiciéramos lo que surge naturalmente. La mente que él cultiva dentro de nosotros no tiene nada que ver con el logro egoísta. Tendrá ímpetu y ambición, sin duda, pero no en la dirección en que alguna vez buscamos. No, nos damos cuenta de que la única manera de alcanzar el Reino es sirviendo. No nos importará nuestra reputación o lo que piensen los demás. En lugar de forjarnos un nombre para nosotros mismos, forjaremos un nombre para su reino y ese será un nombre humilde y de servicio. 

Jesús sirvió a gente pecadora. Podríamos aprender de su ejemplo. De hecho, tenemos que hacerlo. Es una orden. No obstante, es una orden con una promesa: este servicio es grandeza en el reino de Dios. Así como el interés propio nos aleja de Jesús y de los demás, el autosacrificio nos acerca a Él. Nuestros dones y nuestros talentos llegan a ser herramientas útiles para el beneficio de otros. Dios les Bendiga! 

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