Enseñanzas de Antonio de Padua.


Queridos amig@s! Hoy les comparto unas enseñanzas del místico Antonio de Padua, desde muy niño demostró tener un don especial que le permitió vivir conectado con nuestro Señor Jesucristo. 

En sus sermones, Antonio habla de la oración como de una relación de amor, que impulsa al hombre a conversar dulcemente con el Señor, creando una alegría inefable, que suavemente envuelve al alma en oración. Antonio nos recuerda que la oración necesita un clima de silencio que no consiste en aislarse del ruido exterior, sino que es una experiencia interior, que busca liberarse de las distracciones provocadas por las preocupaciones del alma, creando el silencio en el alma misma. Según sus enseñanzas, la oración se articula en cuatro actitudes indispensables que, en el latín de Antonio, se definen: obsecratio, oratio, postulatio, gratiarum actio. Podríamos traducirlas así: abrir confiadamente el propio corazón a Dios; este es el primer paso del orar, no simplemente captar una palabra, sino también abrir el corazón a la presencia de Dios; luego, conversar afectuosamente con él, viéndolo presente con nosotros; y después, algo muy natural, presentarle nuestras necesidades; por último, alabarlo y darle gracias.

En esta enseñanza de Antonio sobre la oración observamos uno de los rasgos específicos de la teología franciscana, de la que fue el iniciador, a saber, el papel asignado al amor divino, que entra en la esfera de los afectos, de la voluntad, del corazón, y que también es la fuente de la que brota un conocimiento espiritual que sobrepasa todo conocimiento. De hecho, amando conocemos.

Escribe también Antonio: «La caridad es el alma de la fe, hace que esté viva; sin el amor, la fe muere» (Sermones II, Padua 1979, p. 37).

Sólo un alma que reza puede avanzar en la vida espiritual: este es el objeto privilegiado de la predicación de Antonio. Conoce bien los defectos de la naturaleza humana, nuestra tendencia a caer en el pecado; por eso exhorta continuamente a luchar contra la inclinación a la avidez, al orgullo, a la impureza y, en cambio, a practicar las virtudes de la austeridad, la generosidad, la humildad, la obediencia, la castidad y la pureza. A principios del siglo XIII, en el contexto del renacimiento de las ciudades y del florecimiento del comercio, crecía el número de personas insensibles a las necesidades de los pobres. Por ese motivo, Antonio invita repetidamente a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del corazón, que haciéndonos ser buenos y misericordiosos nos hace acumular tesoros para el cielo. «Oh ricos -así los exhorta- haced amigos... a los pobres, acogedlos en vuestras casas: luego serán ellos, los pobres, quienes os acogerán en los tabernáculos eternos, donde existe la belleza de la paz, la confianza de la seguridad, y la opulenta serenidad de la saciedad eterna» (Sermones, p. 29).

¿Acaso esta enseñanza no es muy importante también hoy, cuando la crisis financiera y los graves desequilibrios económicos empobrecen a no pocas personas, y crean condiciones de miseria? Es triste pero las diferencias sociales crean injusticias, estas injusticias no son bien entendidas por los desfavorecidos que creen que se les oprime o se les olvida. Imaginaros amig@s si viviéramos en una sociedad más ética como lo intentaron los primeros cristianos que compartían todo y vivían en comunidades en las que se protegía a los más débiles (viudas, huérfanos). 

Antonio, siguiendo la escuela de Francisco de Asís, pone siempre a Cristo en el centro de la vida y del pensamiento, de la acción y de la predicación. Este es otro rasgo típico de la teología franciscana: el cristocentrismo. Contempla de buen grado, e invita a contemplar, los misterios de la humanidad del Señor, el hombre Jesús, de modo particular el misterio de la Natividad, Dios que se ha hecho hombre y se ha puesto en nuestras manos: un misterio que suscita sentimientos de amor y de gratitud hacia la bondad divina.

Por una parte, la Natividad, un punto central del amor de Cristo por la humanidad, pero también la visión del Crucificado le inspira pensamientos de reconocimiento hacia Dios y de estima por la dignidad de la persona humana, para que todos, creyentes y no creyentes, puedan encontrar en el Crucificado y en su imagen un significado que enriquezca la vida. Escribe san Antonio: «Cristo, que es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú mires en la cruz como en un espejo. Allí podrás conocer cuán mortales fueron tus heridas, que ninguna medicina habría podido curar, a no ser la de la sangre del Hijo de Dios. Si miras bien, podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad humana y tu valor... En ningún otro lugar el hombre puede comprender mejor lo que vale que mirándose en el espejo de la cruz» (Sermones III, pp. 213-214).

Meditando estas palabras podemos comprender mejor la importancia del sacrificio de Jesús en la cruz. En ningún otro punto se puede comprender cuánto vale el hombre, precisamente porque Dios nos hace tan importantes, nos ve así tan importantes, que para él somos dignos de su sufrimiento; así toda la dignidad humana aparece en el espejo del Crucificado y contemplarlo es siempre fuente del reconocimiento de la dignidad humana.

Queridos amig@s, inspirándonos en estas enseñanzas podemos aprender a amar más a Jesús y darle en nuestras vidas la importancia que merece. Inspirados por Jesús podemos acercarnos también a aquellas personas que no lo conocen y ayudarlas: «Si predicas a Jesús, él ablanda los corazones duros; si lo invocas, endulzas las tentaciones amargas; si piensas en él, te ilumina el corazón; si lo lees, te sacia la mente» (Sermones III, p. 59).

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