¿Hay contradicciones en la Biblia?

Al comparar las Escrituras del Antiguo y el Nuevo Testamento, así como al examinar las declaraciones de los diversos escritores de uno y otro Testamento, a veces atrae la atención del lector alguna declaración que parece hallarse en pugna con otras que existen en otros libros o pasajes. En ocasiones, diversos pasajes de un mismo libro presentan alguna inconsecuencia; más común, sin embargo, es hallar discrepancias entre varios escritores, las que más de una vez ciertas críticos se han apresurado a declarar irreconciliables. Estas discrepancias se hallan en las tablas genealógicas y en diversas declaraciones numéricas, históricas, doctrinales, éticas y proféticas. Incumbe al intérprete examinarlas con tanta paciencia como esmero; no debe desconocer ninguna dificultad, sino que debe ser capaz de dar una explicación de las aparentes inconsistencias y esto no mediante afirmaciones o negaciones dogmáticas sino por medio de métodos racionales de procedimiento.

Si usted tropieza con alguna discrepancia o contradicción que usted no es capaz de explicar, no tiene por qué vaci­lar en confesarlo. La carencia de suficientes datos a veces ha hecho infructuo­sos los esfuerzos de los exegetas más eruditos. Esos datos suelen irse descubriendo en el transcurso de los siglos, mediante descubrimientos arqueológicos, etc. Una gran parte de las discrepancias son atribuibles a una o más de las siguientes causas: 
a). Errores de copistas de manuscritos. b) Variedad de nombres aplicados a una misma persona o lugar. c). Distintos métodos, en diversos escritores, de calcular ciertas extensiones de tiempo o las estaciones del año. d). Diversas posiciones históricas o locales, ocupadas por diversos escritores. e). El objeto especial y plan de cada libro particular.
En el alfabeto hebreo hay letras parecidas entre sí, aun impresas se parecen la A a la E, o la N a la U. Y esas letras son, también, numerales.
El hábito de expresar números con letras, algunas de las cuales son sumamente parecidas unas a otras, ha podido dar lugar a discrepancias. Estas son cosas que aun el lector superficial las nota hasta en las noticias que a diario traen los periódicos. A veces la omisión de una letra o de una palabra, cosa que pudo ocurrir antes que existiera la imprenta, ocasiona una dificultad que hoy no hay modo de remediar sino mediante conjeturas. La comparación de tablas genealógicas exhibe discrepancias en nombres y números, cosa explicable al pensar en el inmenso número de veces que han sido copiadas a mano en el transcurso de largos siglos.
Un ejemplo notable de supuesta inconsecuencia de doctrina, en el N. T., se halla en los diferentes métodos de presentar el asunto de la justificación, en las epístolas de Pablo y en la de Santiago. La enseñanza de Pablo se expresa en la siguiente forma, en Gálatas 2:15‑16: "Nosotros, judíos por naturaleza y no pecadores de los gentiles, pero sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley (ez ergon nómon, de obras de ley, es decir, como si ella fuese una fuente de méritos, base de procedimiento en el caso dado y así constituyese la razón y causa de la justificación) sino por la fe de Jesucristo, nosotros también (o aun nosotros) hemos creído en (eis, como quien dice penetrado en, aludiendo al hecho de entrar o penetrar a una unión vital con Cristo, al convertirse el hombre) Jesucristo, para que fuésemos (pudiésemos ser) justificados por la fe de Cristo y no por obras de ley; por cuanto por obras dé ley ninguna carne será justificada". En sustancia la misma declaración se hace en. Romanos 3:20‑28; y en el capítulo IV se ilustra la doctrina con el caso de Abraham, quien "creyó a Dios y eso le fué contado como justicia" (v. 3). Mientras, por otra parte, Santiago insiste en que se debe ser "hacedores de la palabra" ( Sant. 1:25 ). Ensalza la piedad práctica, el cumplimiento de "la ley real conforme a la Escritura" (2:8) y declara que "la fe, si no tiene obras es muerta en sí misma" ( 2:17 ).
También se sirve de Abraham para ilustrar su posición "cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar" y arguye que "la fe obró con sus obras y que fué perfecta por la obras; y se cumplió la Escritura que dice: Abraham creyó a Dios y le fué imputado a justicia y fue llamado amigo de Dios. Veis, pues (concluye el apóstol) que el hombre es justificado por las obras (ez ergon) y no solamente por la fe" (2:21‑29.). La solución de esta apariencia de contradicción se la halla mediante un estudio de la experiencia religiosa personal de cada escritor, así como sus diferentes maneras de pensar y sus campos de operación en la Iglesia Primitiva. También hay que notar el sentido peculiar en que cada uno usa los términos "fe", "obras" y "justificación", pues cada una de esas expresiones ha sido empleada en todas las épocas de la Iglesia para expresar un número de ideas distintas, aunque emparentadas. En primer lugar, hay que recordar que Pablo fue conducido a Cristo mediante una conversión repentina y maravillosa.
La convicción de pecado, los remordimientos de su alma cuando se dio cuenta de que había estado persiguiendo al Hijo de Dios; la caída de las escamas de sobre sus ojos y su consiguiente percepción, vívida y aguda, de la gracia de un Evangelio gratuito, gracia alcanzada mediante la fe en Cristo, todo esto, necesariamente, entraría en su ideal de la justificación de un pecador perdido. Ve, pues, que ni judío ni gentil puede alcanzar la relación de una alma salvada, o sea la unión con Cristo, excepto mediante tal fe. Además, su misión y ministerio especial le llevaron, preeminentemente. a combatir el judaísmo legalista y se transformó en "el apóstol de los gentiles". Santiago, por su parte, había sido doctrinado más gradualmente en la vida evangélica. Su concepto del Cristianismo era el de la consumación y perfección del antiguo pacto. Su misión y ministerio le condujeron especial, si no completamente, a trabajar entre los de la circuncisión (Gál. 2: 9) . Estaba acostumbrado a considerar toda doctrina cristiana a la luz de las antiguas Escrituras, las que, por lo tanto, se hicieron para él "la palabra ingerida" (Sant. 1:21), "la perfecta ley, la (ley) de libertad" (v. 25) "la ley real" (2: 8). Y también hay que recordar, como lo observa Neander, "que Santiago, en su posición peculiar, no tenía, como Pablo, que vindicar una ministración independiente del Evangelio, ministración de `rotas cadenas' entre los gentiles en oposición a las pretensiones de justicia legal judaica; sino que se sentía compelido a recalcar las consecuencias prácticas y exigencias de la fe cristiana, hablando con aquellos en quienes esa fe se había mezclado con los errores del judaísmo carnal; y a quitarles los apoyos de su falsa confianza". Tales distintas experiencias y campos de acción, naturalmente desarrollaría en estos ministros de Jesucristo correspondiente diversidad de estilo, de pensamiento y de enseñanza.
Pero cuando, con todos estos hechos a la vista, analizamos sus respectivas enseñanzas, nada hallamos realmente contradictorio; simplemente colocan ante nosotros diversos aspectos de las mismas grandes verdades. La enseñanza de Pablo en los pasajes citados tiene referencia a la fe en su primera operación, la confianza con la cual el pecador, consciente de su pecado y condenación (x) N. del T. Nosotros añadiríamos: "y de su impotencia para hacer algo que pueda salvarla". se arroja en brazos de la gracia gratuita de Dios en Jesucristo y obtiene perdón y paz con Dios. En tanto que Santiago, por su parte, trata, más bien, de la fe como el principio permanente de una vida de piedad, con obras de piedad que brotan de esa fe con la naturalidad con que las aguas surgen de un manantial. Pablo cita el caso de Abraham cuando éste aun era incircunciso y armes de haber recibido el sello de la fe ( Rom. 4.:10‑11); pero Santiago se refiere a la época posterior, cuando ofreció a Isaac y por medio de ese acto de fidelidad a la palabra de Dios su fe fue perfeccionada (Sant. 2:21). El término obras también se usa con distintos matices de significado.
Pablo tiene en su pensamiento las obras de la ley con referencia a la idea de una justicia legalista, mientras que es evidente que Santiago se refiere a obras o actos de piedad práctica, tales como el socorrer a los huérfanos y viudas afligidos ( 2:27 ) y el ministrar a otros necesitados (2:15‑16 ). La justificación, por consiguiente, es considerada por Pablo como un acto judicial que envuelve la remisión de los pecados, la reconciliación con Dios y la restauración al favor divino; pero para Santiago, ella es más bien el mantener semejante estado de favor con Dios, una aprobación constante ante Dios y los hombres. Todo esto aparecerá tanto más claramente si notamos que Santiago se dirige a sus her­manos judíos, de la dispersión, que se hallaban expuestos a diversas tentaciones y pruebas (1:1‑4) y se hallaban en peligro de confiar en un muerto farisaísmo antinomiano; pero Pablo está discutiendo, cual erudito teólogo, la doctrina de la salvación tal como se origina en los consejos de Dios y se desarrolla en la historia del proceder de Dios para con toda la raza de Adán. Debe, además, notarse que Santiago no niega la necesidad y eficacia de la fe ni Pablo desconoce la importancia de las buenas obras. Lo que Santiago condena es la perniciosa doctrina de la fe extraña a las obras, la fe que nada quiere saber de obras. Condena al que dice tener fe pero exhibe una vida y conducta en desacuerdo con la fe en nuestro Señor. Semejante clase de fe la declara muerta en sí misma (2:14.‑17) .
La justificación es por la fe, si, más sin olvido del obrar (v. 24). La fe se pone en evidencia mediante obras de amor y piedad. Pablo, por su lado, se opone a la idea de una justicia legalista. Condena la presunción de que el hombre puede merecer el favor de Dios mediante una observación perfecta de su ley y demuestra que la ley cumple su misión más elevada cuando descubre al hombre el conocimiento del pecado, es decir cuando le hace conocer que es pecador (Rom. 3:20) y luego, en el cap. 7:13, procede a hacer aparecer el pecado como "sobremanera pecante". Pero Pablo está tan lejos de negar la necesidad de las buenas obras como manifestación de la fe del creyente en Cristo, como Santiago lo está de negar la necesidad de la fe en Cristo para ser salvo. En Gálatas 5:6, Pablo habla de "la fe que obra por el amor" y en la 1ª Corintios 13:2, afirma que aunque alguien tuviese tanta fe como la necesaria para realizar los mayores prodigios, pero careciese de amor, nada seria el tal hombre.
Nada hay más evidente que el hecho de que los dos apóstoles se hallan en perfecta armonía con Jesús, quien abarca las relaciones esenciales de la fe y las obras cuando dice: "O haced el árbol bueno y bueno su fruto o haced corrompido el árbol y su fruto dañado; porque por el fruto se conoce el árbol" (Mat. 12:33) . Estas divergencias entre Santiago y Pablo son un ejemplo de la libertad individual de los escritores sagrados en su enunciación de la verdad divina. Cada uno preserva sus propios modismos de pensamiento, así como su estilo. Cada uno recibe su palabra de revelación y conocimiento del misterio de Cristo, de acuerdo con las condiciones de vida, experiencia y acción en que ha sido criado o instruido.
Es menester tomar en consideración todos estos hechos cuando comparamos y contrastamos las enseñanzas de las Escrituras que parecen discrepar, y al hacerlo hemos de des­cubrir que esas variantes suelen constituir una revelación múltiple y llena de evidencia propia acerca del Dios de verdad. Los principios generales de exégesis que hemos presentado bastarán para la explicación de cualquier otra discrepancia que se haya alegado existir en la Biblia. Una atenta consideración a la posición que ocupa el escritor u orador, la ocasión, objeto y plan de su libro o discurso, junto con un análisis crítico de los detalles, generalmente demostrarán que no existe contradicción real. Pero cuando alguien presenta expresiones hiperbólicas, peculiares al lenguaje de la gente de Oriente, o casos de antropomorfismo hebreo y se esfuerza en darles un significado literal, eso no es hallar discrepancias y dificultades en la Biblia, sino crearlas e introducirlas en la Biblia para luego decir que se tropieza con ellas. Mr. Haley, en su obra extensa y valiosa sobre las Pre­tendidas Discrepancias de la Biblia observa que las discrepancias, cuando realmente existen, no carecen de valor. Puede bien creerse que contemplan los fines si­guientes:
1) Estimulan el esfuerzo intelectual, despiertan curiosidad e investigación y, en esa forma, conducen a un estudio más profundo y extenso del sagrado libro
2) Ilustran la analogía existente entre la Biblia y la naturaleza. De la misma manera que tierra y cielo exhiben una armonía maravillosa en medio de una gran variedad y discor­dancia, así en las Escrituras existe notable armonía detrás de las aparentes divergencias.
3) Demuestran que no hubo colusión entre los escritores sagrados, porque sus divergencias son de tal índole que nunca hubiesen sido introducidas deliberadamente.
4) También demuestran el valor del espíritu, en su superioridad sobre la letra, de la Palabra de Dios.
 5) Sirve como piedra de toque del carácter moral. Para el espíritu capcioso, predispuesto a encontrar y exagerar dificultades en la Revelación Divina las discrepancias bíblicas resultan grandes piedras de tropiezo y motivos de cavilación y de desobediencia. Pero para el investigador serio y correcto, que desea conocer "los mis­terios del reino de los cielos" (Mat. 13:11) un estudio prolijo de las discrepancias verdaderas le revelará armonías ocultas y coincidencias indeliberadas que robustecerán su fe a medida que descubre que esas escrituras multiformes son, real y verdaderamente, la palabra de Dios.

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